Cuando las instituciones, desde los gobiernos nacionales, organismos internacionales, pasando por partidos políticos, sindicatos, instituciones educativas, culturales, ONG´s, se desvían de su propósito original de buscar el bien común, nos enfrentamos a una crisis de sentido, una crisis ética, manifestada en su más cruda forma: la crisis económica.
Esta situación, similar a la preocupación expresada por Aristóteles en su Ética a Nicómaco sobre ¿cuál es el fin último de nuestras acciones, por qué hacemos lo que hacemos?, estas preguntas tendríamos hacernos hoy en día, con golpes y autogolpes en variopintos países del mundo.
La crisis de las instituciones evidencia una pérdida de dirección en las estructuras creadas por el ser humano, estas crisis las hemos vivido como humanidad en distintos siglos y distintos grados, con distintas formas de violencia.
En estos contextos de convulsión institucional, bancarrota económica en la que están nuestros países, y crisis política causada por el autoritarismo, emergen dos fuerzas opuestas: aquellas que intentan recuperar el sentido de ser para el bien común, y las que buscan satisfacer sus intereses personales y mezquinos. Esta tensión da lugar a una ausencia de justicia y templanza, que se traduce en una serie de acciones nefastas: la normalización de violaciones de derechos humanos mediante maquinarias jurídicas diseñadas en procesos constitucionales favorables para quienes ostentan poder político partidario, el desplome de la democracia y el excesivo mesianismo presidencial, especialmente prevalente en Latinoamérica y los países más corruptos del mundo.
Los autoritarismos de izquierdas y derechas se regodean, formando alianzas para mantenerse en el poder y contrarrestar a sus enemigos, mientras la población sufre las consecuencias. Enfermedades, hambre, deterioro de la economía familiar, violencia, aporofobia, xenofobia y éxodo masivo son algunas de las repercusiones de este desvío de propósito institucional. La credibilidad en la democracia se erosiona, y el voto se convierte en un mero código de barra que justifica la existencia de un sistema en decadencia.
La ética, esencial en la administración pública, se desvanece. La justicia se compra y vende, perpetuando un ciclo de violencia en las distintas capas de la sociedad y del planeta. La ilusión de un tejido humano sólido se disuelve, evidenciando una profunda crisis de sentido, tal como lo describieron Viktor Frankl y Bert Hellinger en sus análisis sobre la condición humana y los conflictos sistémicos en tiempos de guerra y como lo explica en el concepto de aporofobia la filósofa Adela Cortina.
Hay guerras evidentes, con armas y soldados, crisis humanitarias, niñas y niños despedazados en las fronteras, perforados en los ojos lascivos de los pervertidos, etc. también hay otras guerras sutiles, como las que vivimos en nuestros países latinoamericanos, el aumento de la trata y tráfico de menores, de mujeres, los desastres medioambientales, desastres económicos que atentan contra la salud, muertes cotidianas que podrían prevenirse, desempleo, desesperación, endeudamientos, aumento de tasas de interés, casas hipotecadas y a punto de perderlas, profesionales sin oportunidades laborales en el mundo, vendedores ambulantes viviendo al día, trabajadores al fio, esperando que se les pague el sueldo algún año, precarización del capital intelectual mundial a través de los sistemas de becas o contratos de investigación, que no otorgan ningún tipo de seguridad laboral, etc.
Estas guerras sistémicas, cotidianas, también matan lentamente los sueños, esperanzas y nos hacen entender que ningún esfuerzo valió la pena, que todo fue en vano, que no hay un lugar en este mundo, para recibir un buen contrato, tal vez la muerte sea el mejor contrato. Adela Cortina señala cómo la crisis migratoria actual revela una aporofobia, o aversión hacia los pobres, exacerbando aún más la división social y el desprecio al migrante que no tiene recursos para establecerse en el nuevo país, que viaja con la esperanza de encontrar una oportunidad porque en su país no hay ninguna, comparado con el migrante que tiene recursos o margen de ahorro para establecerse en un nuevo país.
Hay una crisis de salud mental en quienes gobiernan nuestros países, son incapaces de atender las necesidades humanas, acaso ¿es hora de exigir exámenes de salud mental a nuestros candidatos y gobernantes antes de votar por ellos, más aún cuando hubo época de bonanza y se farrearon todo, sin pensar en el bienestar de la población? Parece necesario hacer este examen, dado que están jugando con las vidas de las personas.
Las crisis institucionales revelan una urgente necesidad de cambio de conciencia y paradigmas. Los ismos que alguna vez guiaron nuestras sociedades -capitalismo, socialismo, liberalismo- han caducado. Necesitamos una cirugía profunda en nuestras instituciones y una reflexión sobre la conducta de quienes las dirigen y de nosotros mismos como ciudadanos, para dejar de creer en los mesías, porque este trabajo es responsabilidad de todos, sea cual sea la latitud del planeta donde nos encontremos.
El presidencialismo como sistema administrativo ha demostrado ser ineficaz. Otorgar poder a presidentes, alcaldes y gobernadores sin recordarles que son nuestros empleados y no al revés, es un error. El desgobierno actual, que busca revoluciones donde unos ganan y otros pierden, está obsoleto. Las formas de cambio impulsadas por movimientos sociales son arcaicas y ajenas a las nuevas conciencias emergentes. Las tácticas del siglo pasado, basadas en la confrontación y la violencia, solo perpetúan la enfermedad social. Los movimientos sociales deben evolucionar, dejar de actuar con sed de venganza y poder, y empezar a buscar soluciones pacíficas y constructivas.
Nuestro único capital propio es la capacidad de reflexión y decisión de lectura cotidiana, en consecuencia, planteo las siguientes preguntas: ¿Qué es el bien común para los pueblos y ciudadanos de Latinoamérica y el mundo? ¿Por qué insistimos en tácticas fallidas del pasado? ¿Existe una relación entre la decadencia actual y la de nuestros antepasados? ¿Qué paradigmas filosóficos, políticos, epistémicos y sociales necesitamos abandonar para avanzar?
Debemos consensuar una visión clara del bien común. Solo así podremos restaurar el sentido y la justicia en nuestras instituciones, y construir un futuro donde la libertad y el bienestar sean realmente compartidos por todos.